La anterior semana, la Superintendencia de Competencia Económica, que es la autoridad encargada de vigilar la salud competitiva de los mercados, hizo una publicación didáctica en redes sociales con el objeto de socializar el concepto de monopolio y los riesgos que el mismo representa para una economía sana:

La publicación empieza por definir el monopolio de la siguiente manera: “Es cuando una sola empresa controla todo el mercado de un producto o servicio. No hay competencia” y califica al mismo como “un problema”. El asunto con esta definición de monopolio es que es simplista y anacrónica, y no tiene ninguna aplicación práctica en nuestro ordenamiento legal. Con un simple repaso de la Ley se puede constatar que prevenir ese tipo de monopolios no es –ni puede ser– el “problema” que la Superintendencia está llamada a resolver. Existen empresas únicas en mercados que operan de forma eficiente y competitiva –pese a la falta de competencia actual– y que, por lo mismo, no son sancionadas por la autoridad. De hecho, la propia Ley reconoce expresamente que: “La obtención o el reforzamiento del poder de mercado no atentan contra la competencia”.
El término “monopolio” fue primero usado en el siglo XV para describir una relación económica propia del mercantilismo –modelo económico de la Europa de la época–. En dicho modelo, el estado monárquico se reservaba el poder para dirigir el desarrollo económico del país, eligiendo quiénes podían producir qué y cómo. A aquellos a los que el estado autorizaba para alguna actividad –típicamente pertenecientes a gremios–, les entregaba una patente, un documento legal de autorización. La patente determinaba el número de participantes en el mercado. Esta relación era conocida como un monopolio. El concepto de monopolio basado en los participantes del mercado que usa la Superintendencia se acerca a esta definición.
Pero con el avance del capitalismo y la caída del sistema mercantilista, los monopolios propios de ese modelo se extinguieron –en su mayoría–. Sin embargo, ciertos estudiosos del mercado empezaron a plantear la idea de que el mercado podría dar lugar a un nuevo tipo de monopolio. Uno que ya no nace del privilegio estatal sino de las propias fuerzas del mercado. Pero este nuevo tipo de monopolio no se podía definir igual que el monopolio mercantilista –sobre la base del número de personas capaces de realizar la actividad–, pues era claro que existían mercados con un interviniente que, sin embargo, operaba competitivamente, y que otros con varios participantes presentaban problemas competitivos.
La solución fue cambiar el foco de lo que significa monopolio. Pasar de definirlo por su forma –el número de competidores en un mercado– y empezar a definirlo por sus efectos –los precios que genera–. Los economistas desarrollaron teorías con las que pretendían demostrar que los precios de monopolio siempre responden a ciertas lógicas económicas distintas a las de los precios competitivos. Y que esos precios no necesariamente pueden ser alcanzados por empresas que operen solas en un mercado –pues muchas veces enfrentan competencia potencial que las obliga a mantenerse competitivas–; pero que a veces sí pueden ser alcanzados en mercados con muchos competidores –a través de acuerdos o cárteles–. El monopolio pasó entonces a definirse como el fenómeno económico mediante el cual ciertos actores cobran precios monopólicos.
Pese a que hay mucha –y muy buena– teoría para desechar la propia idea de precios de monopolio –y, por ende, al concepto de monopolio de mercado en general–, lo cierto es que en ciencia económica hoy, cuando se hace alusión al monopolio, se hace siempre alusión a un fenómeno en precios y no a uno de número de participantes en el mercado. No se entiende entonces que la Superintendencia pretenda educar al público con conceptos más próximos al siglo XV que al XXI –generando la duda de si la propia autoridad conoce verdaderamente su concepto–. Un malentendido de lo que es el monopolio sólo confunde, genera desencanto y desdibuja las funciones de la institución.