En un reciente debate político televisado, una de las participantes –que ostenta la dignidad de parlamentaria nacional– abogó por una “dolarización a la ecuatoriana”. ¿A qué se refería la penalista con esta frase trillada? ¿Qué es lo que haría “a la ecuatoriana” a la dolarización? Aparentemente, dejar de usar dólares. Ella lo explicaba así: “lo que deberíamos hacer para proteger la dolarización es desincentivar el consumo del billete físico”. La propuesta era, que así como al Estado ecuatoriano le es permitido acuñar cierta moneda fraccionaria de dólar –los centavos con rostros de personajes ecuatorianos–, también le debe ser posible generar sustitutos electrónicos del mismo –moneda electrónica o “ecuadólares”–. De esa forma, las transacciones nacionales se mantendrían en ecuadólares y los dólares reales sólo se usarían para las internacionales –donde nuestras contrapartes, naturalmente, no van a aceptar sustitutos electrónicos–.
Este esquema, alegaba la parlamentaria, se sujetaría a “las necesidades productivas” del país, porque sería un “mecanismo para generar nuevos dólares que ingrese la inversión extranjera [sic.]”. ¿Cómo? No se explicó. Tampoco se explicó en qué beneficiaría el modelo al ciudadano común. La misma parlamentaria reconoce que ya existen medios de pago electrónicos que permiten a las personas transar sin el uso de billetes físicos.
¿Dónde estaría entonces la bonanza de esta “dolarización a la ecuatoriana”? En el gobierno de turno, naturalmente. Si el Estado lograra sustituir los dólares reales que los ciudadanos tienen en los bancos por ecuadólares que “valieran” nominalmente lo mismo, tendría a su disposición -para gastar a su conveniencia-, casi por arte de magia, esos mismos dólares reales que está reemplazando. Los ciudadanos, por nuestro lado, nos quedaríamos con ecuadólares que, si bien “valen un dólar”, no nos van a servir para reclamar esos dólares porque solo los ecuadólares serían de curso legal. Es decir, valdrían un dólar en nombre no más. El resultado inmediato sería en incremento masivo en el gasto público -típicamente de muy mala calidad-, y en consecuencia, un incremento generalizado de precios -en ecuadólares- por la simple operación de las fuerzas del mercado.
Pero como los dólares reales sí se usarían para comercio exterior es ahí donde se sentiría el verdadero efecto de la política. Los importadores, en principio, deberían tendrían acceso a reclamar o “comprar” dólares reales al gobierno para sus operaciones. En la medida en que el gobierno tenga todavía esos dólares guardados, no hay problema. Pero si el gobierno ya se los ha gastado, resulta que nos podríamos encontrar ante la situación de que haya más ecuadólares demandando su valor en dólares reales que dólares reales disponibles. En ese caso, hay dos escenarios posibles: o solo las personas con conexiones podrían reclamar sus dólares, haciendo de la importación un negocio de gente conectada, o se deja operar a las fuerzas del mercado y, por efecto de la oferta y la demanda, habría una subida de precios del dólar respecto del ecuadólar –que ya no valdría un dólar, sino menos–. En la práctica se habría efectivamente constituido una nueva moneda, distinta al dólar y sujeta a nueva emisión inorgánica por parte de su controlador, el gobierno de turno.
Resulta entonces que la “dolarización a la ecuatoriana” no es más que un esquema para que la clase política pueda apropiarse de los dólares reales de la gente. Es tan “a la ecuatoriana” como el viejo Sucre. No deja de llamar la atención que tan flagrante propuesta de diezmar el bienestar económico y el ahorro de los ciudadanos en beneficio de la clase política se haga con tanta soltura de huesos en televisión nacional.