Hace unas semanas el presidente americano, Donald Trump, anunció –en lo que llamó su “día de la liberación”– una nueva política comercial y tributaria. Su eje es una subida sustancial en aranceles. La motivación del presidente es abierta: durante muchos años Estados Unidos ha mantenido balanzas comerciales negativas con gran parte del mundo, causando una fuga de capitales y drenando plazas de empleo al exterior. Este hecho, sostiene, es agravado porque muchos países gravan ya altos aranceles a productos americanos. El shock arancelario, espera, sirva para redefinir las reglas del comercio global en beneficio de su país.
La fascinación de Trump con los aranceles no es original. A finales del siglo XIX los aranceles gozaban de apogeo en los Estados Unidos. Se calcula que alrededor de la mitad de los ingresos de erario público provenían de este tipo de tributos. El ex presidente William McKinley –héroe personal de Trump, cuyo nombre le devolvió a un monte en Alaska luego de que Barack Obama se lo hubiera retirado– fue, en su paso por el congreso americano, un agresivo proponente de la subida de aranceles. Para Trump, el siglo XIX fue la edad de oro americana y la causa de ello fueron precisamente los aranceles.
Pero la historia de los aranceles no es todo lo idílica que el presidente cree, y hay detalles históricos importantes que se le escapan. Uno de ellos es el efecto que tuvieron los aranceles del siglo XIX en la competencia económica y sus eventuales consecuencias. Pues resulta que restringir la importación de productos del exterior tiende a beneficiar a los productores locales que, en ausencia de competencia, se ven en capacidad de cargar precios más altos a los consumidores sin que el mercado los castigue. La transferencia de riqueza americana fue tan grande que dio lugar al nacimiento de una nueva clase, los denominados “barones ladrones” enriquecidos de los beneficios de la restricción y acusados –no sin causa– de monopolistas.
El efecto anticompetitivo de los aranceles americanos fue tan impopular –sobretodo en el sur agrícola y empobrecido después de la guerra civil– que para aprobarse la nueva ola de aranceles patrocinados por el congresista McKinley, los republicanos –partido dominante en la postguerra y alineado con los “barones ladrones”– tuvieron que buscar algún tipo de compromiso para conseguir los votos en el congreso. El resultado: promover una ley que expresamente prohíba el monopolio, la ley Sherman.
La ley antimonopolio fue concebida como un saludo a la bandera, un compromiso para conseguir ciertos votos sureños en el congreso, y nunca como una ley a ser realmente aplicada. Eso explica que por casi tres décadas desde su aprobación haya habido muy pocos intentos de aplicación. Al final, la ley Sherman no resolvió el problema competitivo, sino que hubo que eventualmente desmontar el aparato arancelario para poder restaurar al mercado.
Pero la ley antimonopolios, como toda medida parche de los gobiernos, tuvo patas largas. Décadas después, en la presidencia de Teodoro Roosevelt, fue usada para perseguir y acosar a los empresarios no alineados –en particular a John Rockefeller–. Hoy en día, las normas antimonopolios son de adopción generalizada en Occidente, produciendo a su alrededor un negocio jurídico importante. Por las altas multas y sanciones que conllevan, las normas de competencia pueden en los hechos determinar ganadores y perdedores en un mercado. Eso ha llevado a que, con el fin de aplacar sus efectos, las empresas de determinado tamaño adopten costos fijos significativos en tomar medidas para la observancia de la ley. Recursos que no son destinados a innovación o abaratamiento de productos.
La ley Sherman es el perfecto ejemplo de cómo malas políticas generan malas políticas. Una mala política arancelaria demandó una ley parche. La misma sirvió de herramienta política, nunca resolvió el problema de fondo y mutó para convertirse en el leviatán que es hoy. Las lecciones que nos dejó son dos: Nunca se sabe dónde las medidas regulatorias particulares van a terminar –una subida de aranceles puede concluir en un monstruo como la regulación de la competencia–. Y no existe ley que pueda garantizar el proceso competitivo, sino sólo la falta de intervención del estado –que finalmente en el siglo XIX se vio forzado a retirar sus barreras arancelarias–. Sospecho que el presidente Trump está por reaprenderlas.