En el año 2011, cuando se aprobó la Ley de Competencia (poéticamente llamada Ley Orgánica de Regulación y Control del Poder de Mercado), el legislador cometió un gran error: mezclar en un mismo cuerpo normativo las disposiciones de libre competencia con las de competencia desleal. No advirtió entonces que ambas regulaciones no solo tienen naturalezas distintas, sino incluso opuestas. Las normas de libre competencia buscan prevenir y eliminar situaciones de monopolio, promoviendo mercados con competencia agresiva en los que el consumidor sea el mayor beneficiario, con precios bajos y producción abundante. Las normas de competencia desleal, en cambio, buscan proteger el “buen trato” entre competidores, frenando la competencia agresiva en favor de una más “amigable”. “Entre bomberos no nos pisamos las mangueras”. La oposición es evidente.
Eso es lo que busca solucionar el proyecto de Ley de Competencia Desleal (Ley Orgánica de Regulación contra la Competencia Desleal), aprobado el 6 de mayo en la Asamblea. Pero hasta ahí llegan las buenas noticias. Si bien la nueva Ley separa en dos cuerpos normativos distintos el tratamiento de la libre competencia y el de la competencia desleal (derogando expresamente los elementos de esta última en la Ley de Competencia), no resuelve, sino que empeora sustancialmente, el panorama regulatorio nacional.
En primer lugar, la nueva Ley no corrige la confusión entre los dos conceptos. Normas como la prohibición de “actos de venta a pérdida” que busquen “eliminar a un competidor”, de “actos de imitación de terceros” encaminados a “impedir u obstaculizar su afirmación en el mercado”, actos de “discriminación de clientes”, o ciertas conductas que otorgan “ventajas competitivas”, son normas con objetivos competitivos (buscan precautelar el número de competidores en el mercado y los precios competitivos) que parecen más propias de la Ley de Competencia. Todo esto, enmarcado en un concepto de “competencia desleal agravada” que “pueda distorsionar, afectar o incidir en el régimen de competencia”, vuelve a confundir la protección de la “buena fe” empresarial con la prevención del monopolio.
Además, la nueva Ley mantiene una vieja norma de la Ley de Competencia que prohíbe “prevalecer en el mercado mediante una ventaja competitiva significativa adquirida mediante la infracción de las leyes”. Esta disposición, más allá de violar abiertamente el derecho constitucional a no ser juzgado dos veces por la misma causa (ya que la infracción es punible “independientemente de que haya sido sancionada o no por la autoridad correspondiente”), convierte a la Superintendencia en una especie de comisaría, donde se juzga el cumplimiento de normas regulatorias sectoriales.
Para agravar aún más los problemas, la nueva Ley incluye una “cláusula general” según la cual “se reputa y será sancionado como desleal todo comportamiento, práctica o conducta que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe”. Su vaguedad permite abarcar un sinnúmero de situaciones perfectamente legítimas. Además, establece que
“la determinación de la existencia de una práctica desleal no requiere acreditar conciencia o voluntad sobre su realización. Tampoco será necesario acreditar que dicho acto genere un daño efectivo, en perjuicio de otros operadores económicos, de las personas usuarias y operadores económicos o, en el caso de conductas desleales agravadas, del orden público económico, bastando constatar que la generación de dicho daño sea potencial y probable”.
Es decir, incorpora un estándar de responsabilidad objetiva (que no requiere culpabilidad) y, además, no exige la acreditación del daño (antijuridicidad) para determinar una sanción. La Ley es, entonces, de aplicación puramente típica, lo cual resulta problemático cuando sus tipos son tan laxos.
Todo esto viene acompañado de sanciones “de hasta el doce por ciento (12%) de los ingresos brutos percibidos por el infractor”, que resultan absolutamente desproporcionadas. Estas sanciones son propias del régimen de libre competencia, precisamente por el daño generalizado que las prácticas anticompetitivas generan en el mercado y en el bienestar de los consumidores. Pero no se justifican para sancionar conductas relacionadas con la protección de la “buena fe” comercial, peor aún cuando ni siquiera es necesario acreditar un daño para su aplicación.
El proyecto de Ley de Competencia Desleal aprobado por la Asamblea es un caso claro en el que la medicina resulta bastante peor que la enfermedad. Es cierto que se necesita separar el régimen de libre competencia del de competencia desleal (que debería volver a las leyes de propiedad intelectual y defensa del consumidor, donde realmente pertenece), pero no a cualquier costo. La nueva Ley insiste en las confusiones de la anterior, mantiene figuras absurdas, hace gala de una pobrísima técnica legislativa y contempla sanciones a todas luces injustificadas, por señalar solo algunos de sus defectos. Por todo esto, solo se justifica su veto total por parte de la Presidencia. Esperemos que prime la cordura y que, a futuro, volvamos a tener la oportunidad de generar una muy necesitada reforma en el régimen de competencia, porque esta, claramente, ya la perdimos.